Las comadrejas no existen narra en dos tiempos contrapuestos -pasado y presente- la asfixiante experiencia de Clarisa, una mujer que vive sola o, mejor dicho, con dos muñecas -una blanda, una dura- a quienes trata como a sus propias hijas. La comparación o la metáfora no debe comprenderse en tanto figuras: para Clarisa sendos juguetes son sus hijas.

Esos dos tiempos implican la estructuración de la novela. Por un lado, la narradora relata su infancia en pasado. Su vida en familia, la hermana mayor a la que desea parecerse, el padre ocupado en su trabajo fuera de casa pero pre-ocupado por forjar un vínculo amoroso con ella, la madre atosigada en los roles que se le asignan socialmente: cocinar, tejer, limpiar, vestir a sus dos hijas, que parecen tener, en ese vínculo, algo de muñecas.

Narrada desde la neurótica subjetividad de la protagonista, con una prosa obsesiva, apretujada, Vicente escatima todo tipo de información objetiva, lo que sumado a la desautomización de la mirada infantil, produce un lector que debe enriquecer constantemente la historia para contextualizarla y otorgarle densidad a aquello que, en la superficie, flota como una incesante notación descriptiva y narrativa. Así, el barrio en el que vive la niña Clarisa, entendemos, es un barrio del margen, prácticamente fuera de la ciudad, frente a una cantera cuyas explosiones repercuten de tanto en tanto, generando una sensación de tembladeral que resuena de fondo durante todo el libro. Una inminencia prolongada, un estallido a punto de detonar, tanto fuera como dentro del personaje.

Las Comadrejas No Existen - Maria Marcela Vicent

$11.800
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 Las comadrejas no existen narra en dos tiempos contrapuestos -pasado y presente- la asfixiante experiencia de Clarisa, una mujer que vive sola o, mejor dicho, con dos muñecas -una blanda, una dura- a quienes trata como a sus propias hijas. La comparación o la metáfora no debe comprenderse en tanto figuras: para Clarisa sendos juguetes son sus hijas.

Esos dos tiempos implican la estructuración de la novela. Por un lado, la narradora relata su infancia en pasado. Su vida en familia, la hermana mayor a la que desea parecerse, el padre ocupado en su trabajo fuera de casa pero pre-ocupado por forjar un vínculo amoroso con ella, la madre atosigada en los roles que se le asignan socialmente: cocinar, tejer, limpiar, vestir a sus dos hijas, que parecen tener, en ese vínculo, algo de muñecas.

Narrada desde la neurótica subjetividad de la protagonista, con una prosa obsesiva, apretujada, Vicente escatima todo tipo de información objetiva, lo que sumado a la desautomización de la mirada infantil, produce un lector que debe enriquecer constantemente la historia para contextualizarla y otorgarle densidad a aquello que, en la superficie, flota como una incesante notación descriptiva y narrativa. Así, el barrio en el que vive la niña Clarisa, entendemos, es un barrio del margen, prácticamente fuera de la ciudad, frente a una cantera cuyas explosiones repercuten de tanto en tanto, generando una sensación de tembladeral que resuena de fondo durante todo el libro. Una inminencia prolongada, un estallido a punto de detonar, tanto fuera como dentro del personaje.